Relatos de la Fábrica: Un Día

Amo Cilantro” (Relatos de la Fábrica #1, 1|2012)

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Trabajar en la fábrica me ha convertido en un robot. Vivo una existencia mecánica. Casi todos los días estoy repitiendo mi papel en las misma escenas.

La alarma de mi reloj me despierta exactamente a las 7.20 en la mañana. Voy al baño, lavo mi cara, me cambio la ropa, falta tiempo para cepillarme las dientes, llevo mi llave y corro directo hacía la fábrica. Llego a la cafetería un poco antes de las 7.40, encuentro un plato hondo, y voy corriendo a la ventana donde nos sirven la comida. La tía en el otro lado de la ventana me pasa un plato hondo de avena y un panqueque como papel de delgadito. Esto es mi desayuno. Como no puedo llenar mi estomago, y la cafetería no me dan un panqueque extra, compro muy a menudo unos bollos al vapor en la calle. Esta es la única manera que puedo aguantar el hambre hasta el mediodía.

Nuestro taller está en el cuarto piso. Fabricamos mascaras faciales. Cada posta de trabajo tiene cuota de producción, determinado por empleadxs especializadxs que se paran detrás de nuestras espaldas, midiéndonos con sus cronómetros. Siempre intentan incrementar la cuota, con la práctica de contar más que lo que producimos en realidad. Además, lo hacen por la mañana cuando tenemos mas energía, así obligándonos a repetir esta velocidad por 11 horas. De otro modo, no alcanzamos la cuota y nos toca hacer horas extras que no nos pagan. La mayoría de lxs obrerxs no pueden alcanzar la cuota mensual. Aunque la dirección en este taller no esta particularmente estricta, y no necesitas ninguna permiso especial para ausentarse, todo el mundo se preocupa. Algunxs ni siquiera van al baño – no porque no necesitan ir, sino que tienen miedo de no alcanzar la cuota de producción si lo hagan. La mayoría de las personas esperan hasta que terminen su trabajo, por lo cual los baños siempre están llenísimos en el fin de un turno.

Cuando es tiempo para el descanso, el líder de la línea nos da el orden para parar las actividades de la línea, y hacemos una fila y esperamos para que nos diga cuando es que tenemos permiso para salir. La regla es que salemos uno por uno en un modo ordenado, pero la fila tiende quebrarse cuando todos tenemos las ganas para llegar a la cafetería lo más pronto posible. Entonces los líderes de la línea suele pararse por la fila – su papel es de invocar la disciplina, pero en general solo nos gritan. Para cuando yo logro finalmente fichar, cambiar mis overoles y zapatos, y correr desde el cuarto piso hacía la cafetería, la cafetería ya está llenísima con 200 personas en fila delante de las cuatro ventanas. Agarro un plato hondo, camino hasta el fin de una fila, y de allí, espero y espero, ojeando los platos de la otra gente para ver que se esta sirviendo. Cuando finalmente me toca, me doy cuenta de que el plato que quería se acabó hace un rato, y todo lo que queda es lo que no solo a mí, sino a todo el mundo, no le gusta. Pero no tengo opción ninguna, por lo que tomo unas cucharas de las verduras encurtidos para llenar mi panza (quejaré después). Es muy a menudo que quejo con compañerxs de trabajo sobre la falta de comida decente. Pero ellos me culpan a mí por llegar tarde, diciéndome que si solo me apuré mas, habría mucho para comer. Aunque no me pongo discutirlo con ellxs, esto siempre me hace pensar que con una cierta cantidad de personas y una cierta cantidad de comida, no debería importar quien llega el primero o el último; aun que yo haya venido más temprano, eso solo significaría que alguien mas no podría comer.

Aunque la comida está mala, tengo que comer algo – estoy pensando sobre las cinco horas de trabajo que me toca hacer en la tarde, así es que la trago de alguna manera. El turno de la tarde es lo mismo cómo el de la mañana, una estampilla sin fin de las mascaras (eso significa soldar juntos la tapaboca con el cordón de oídos). A comer la cena se siente como comer un clon del almuerzo: todo es exactamente lo mismo. A veces pienso que mi tarifa de cafetería es gastado totalmente en verduras encurtidas – no vale la tarifa, pero no hay nada que yo pueda hacer. Salir para comer me tomaría demasiado tiempo, además estoy segura que la comida callera es aun menos higiénica. Aún que mis compañerxs de trabajo me miran con desprecio cuando me escuchan decirlo, sigo esperando que la cafetería mejore.

Después de la cena, hay dos más horas de horas extras. Es la parte del día más fácil, porque sabemos que ya casi se termina. Cuando estamos acercando el fin del día, todo el mundo se emociona, cómo si íbamos a ser ‘liberadxs’. Por eso trabajamos muy rápido por la noche y parecemos increíblemente enérgicos. Cuando al fin terminamos, con libertad, y después de caminar y salir de la puerta de la fábrica, la fatiga que me pesa el cuerpo se desvanece inconscientemente en el ruido del distrito comercial. También olvido de la represión del piso de maquila, cómo si todo que se queda es el agotamiento físico insoportable. Solo entonces me doy cuenta que me gasté de veras en el taller.

Repito ese tipo de existencia día tras día, en el piso de la fabrica, sin poder ver al sol, casi nunca voy al baño ni una vez. Llega a tan extremos que me da miedo que el luz del sol me dañaría los ojos! Aunque este es un solo día, tal vez este será toda mi vida siempre, tanto que sigo ‘afirmando’ mi poder-laboral en la fábrica.

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